En lo alto de una montaña rocosa llamada Dalia Negra descansa un árbol centenario con una soga colgada a una de sus retorcidas ramas. Este árbol centenario ha sido testigo de los momentos más tristes y dolorosos de la dilatada historia de un pueblo llamado Vida. Vida es una pequeña aldea que se encuentra situada al pie de la colina justo al lado del tortuoso y empedrado camino que lleva hacia este verdugo de la naturaleza, testigo de miles de alientos agonizantes bañados por la pesadumbre, la tristeza y la soledad.
En las noches de San Juan y como única espectadora la luna llena, las personas que se niegan a luchar, las personas que se niegan a avanzar, las que se sientan en una piedra del camino y dicen “yo ya no puedo más”se dirigen en silencio hacia lo alto de la Dalia Negra y voluntariamente dejan de respirar para siempre, desaparecen con una marca en el cuello y con la aspereza de una lija rozando por la garganta.
Rodeando al árbol se encuentran todas las personas egoístas, interesadas, avariciosas y de mal corazón. Estas personas mantienen entre sus manos una gran vela de color negro la cual cuando fallece una persona adquieren el alma de las personas que quedan colgadas de la rama del árbol. Roban el alma porque odian sus vidas, los odian porque no quieren que sean felices. El veneno se les tatúa a lo largo de su piel sin tener control sobre él, se ciegan, se obsesionan y les persiguen hasta conseguir su alma.
Pasado un tiempo las personas portadoras de la nueva alma mueren agónicamente, bañadas en su dolor y ahogadas por su propia sangre envenenada, agonizan con el dolor más fuerte que se pueda sentir en el pequeño poblado llamado Vida. El dolor de girar a su izquierda y a tu derecha y ver la figura de la soledad sentada sobre su regazo, porque no saben, porque no entienden la forma de vivir de las personas ahorcadas. Vivir y dejar Morir. Entrar y dejar salir, callar y dejar opinar, porque no siempre las almas negras tienen el Don de decir la verdad.